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Un Recuerdo De La Catedral De Sevilla
Al fin tuvimos que despedirnos de la histórica ciudad de Sevilla. Fuimos por última vez a la suntuosa catedral.
Al entrar, un olor a humedad llenaba la iglesia, y el sombrío recinto parecía estar sumido en profundas tinieblas. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a la obscuridad. Las columnas góticas empezaron a dibujarse entre las sombras como espectros gigantescos. En el silencioso templo nuestros pasos lentos resonaban sordamente.
Una anciana estaba rezando delante de la capilla del Baptisterio, alumbrada débilmente por dos lámparas de plata. Ella murmuraba sus plegarias, pasando con lentitud las desgastadas cuentas de su rosario. Un chicuelo que había a su lado, apretando en una mano un carboncillo, dibujaba en el blanco mármol del pavimento caballos y coches, y con la otra mano se agarraba fuertemente a las faldas de la abuela.
Un rayo de sol penetrando por una alta vidriera daba con su refracción multicolor tintes fantásticos a las lúgubres naves de la catedral.
Algunos cirios chisporroteaban frente al altar, y cerca de él una joven de rodillas permanecía en éxtasis.
Vestía de negro, la mantilla que cubría sus cabellos parecía dar más brillo a sus ojos penetrantes.
De pronto oímos el ruido metálico de las llaves en las puertas; nubes de incienso comenzaron a perfumar la atmósfera; del órgano brotaron tonos profundos que se trocaron después en notas agudas y melodiosas, en trino de pájaros. Los curas entraron con paso lento y pesado, murmurando sus cantos litúrgicos ... y empezó la misa. Todos se arrodillaron; yo también doblé un instante la rodilla para despedirme de la grandiosa catedral, donde con frecuencia había encontrado un lugar de quietud, de encanto artístico, de soledad soñadora, que inspiró muchas veces mis ideales, y mitigó en ocasiones mis pesadumbres.