Pio de Baroja
En Córdoba
I
—A Córdoba vamos mi señora y yo—dijo el francés guardando su Ilustración en el bolsillo. Quintín saludó.
—Debe ser una ciudad interesantísima, ¿verdad?
—¡Oh, ya lo creo!
—Mujeres encantadoras con el traje de seda ... todo el día en el balcón.
—No, todo el día no.
—Y el cigarrito en la boca, ¿eh?
—No.
—¡Ah!, pero ¿no fuman las españolas?
—Mucho menos que las francesas.
—Las francesas no fuman, caballero—dijo la señora un tanto indignada.
—¡Oh! Yo las he visto en París—exclamó Quintín. —En cambio, en Córdoba no verá usted una que fume. En Francia no nos conocen; creen que todos los españoles somos toreros, y no es verdad.
—¡Ah! no, no, perdón—replicó el francés,—nosotros conocemos muy bien España. Hay dos Españas, una la del Mediodía, que es la de Theophile Gautier, y otra, la de Hernani, de Victor Hugo. Porque no sé si usted sabrá que Hernani es una ciudad española.
—Si, la conozco—dijo con aplomo Quintín, que no había oído citar en su vida el nombre del pueblecillo vascongado.
—Una gran ciudad.
—Seguramente.
Quintín, al decir esto, encendió un cigarro, pasó la mano por el cristal empañado de la ventanilla hasta dejarlo trasparente, y se puso a canturrear mientras contemplaba el paisaje. Con el tiempo húmedo y lluvioso, era triste aquel campo desierto, sin una aldea en toda la extensión abarcada por la vista, sin caseríos, únicamente con algún cortijo pardo a lo lejos.
Pasaron estaciones abandonadas, cruzaron extensos olivares con sus olivos en grandes cuadros, puestos en línea, sobre las lomas rojizas. El tren se acercó a un río ancho de aguas arcillosas.
—¿El Guadalquivir?—preguntó el francés.
—No sé—contestó Quintín distraído.
Luego sin duda le pareció mal esta confesión de su ignorancia; miró al río como si éste le fuera a decir su nombre, y añadió:—Es un afluente del Guadalquivir.
—¡Ah! ¿Y cómo se llama?
—No recuerdo. Creo que no tiene nombre.
Empezó a llover más fuerte. La tierra iba convirtiéndose en un barrizal, las hojas viejas de los olivos humedecidos relucían negruzcas, las nuevas brillaban como si fueran de metal. Al moderar el tren su marcha, parecía arreciar la lluvia, se oía el repiqueteo de las gotas en la cubierta del vagón, y el agua se deslizaba por los cristales de las ventanillas en anchas fajas brillantes.
II
¡Qué distinto todo; qué diferencia del ambiente claro y limpio, con el aire gris, del sol refulgente de Córdoba, con aquel sol turbio de los pueblos brumosos y negros de Inglaterra!
—Esto es sol—pensó Quintín—y no aquel de Inglaterra, que parece una oblea pegada en un papel de estraza.
En las plazoletas, las casas blancas de persianas verdes, con sus aleros sombreados por trazos de pintura azul, sus aristas torcidas y sombreadas por la cal, centelleaban; y al otro lado de una plazuela de éstas, incendiada de sol, partía una estrecha callejuela húmeda y sinuosa llena de sombra violácea.
En algunas partes, ante las suntuosas fachadas de los viejos caserones solariegos, Quintín se detenía. En el fondo del ancho zaguán, la cancela destacaba sus labrados y flores de hierro sobre la claridad brillante de un patio espléndido, de sueño, con arcos en derredor y jardineras colgadas desde el techo de los corredores, y en medio de una taza de mármol un surtidor de agua cristalina se elevaba en el aire.
En las casas ricas, los grandes plátanos arqueaban sus enormes hojas; los cactus decoraban la entrada, enterrados en tiestos de madera verde; en algunas casas pobres, los patios aparecían desbordantes de luz al final de un larguísimo y tenebroso corredor lleno de sombra....
Iba avanzando el día; de cuando en cuando un embozado, una vieja con una cesta, o una muchacha con el cántaro de Andújar en la redonda cadera, pasaban de prisa, y al momento, en un instante, desaparecían unos y otros en la revuelta de una callejuela. En una rinconada, una vieja colocaba una mesita de tijera, y encima, sobre unos papeles, iba poniendo arropías de colores.
Sin advertirlo, Quintín se acercó a la Mezquita y se encontró ante el muro, frente a un altar con un sotechado de madera y unas rejas adornadas con tiestos de flores.
En el altar había este letrero:
Si quieres que tu dolor
se convierta en alegría,
no pasarás, pecador,
sin alabar a María.
Cerca del altar se abría una puerta, y por ella pasó Quintín al Patio de los Naranjos.
Desde el arco de entrada, la torre de la catedral, ancha, robusta, brillante de luz, se erguía en el cielo, y su silueta se recortaba clara y neta en el aire puro y diáfano de la mañana.
Alguna que otra mujer cruzaba el patio, algún canónigo, con el birrete y la muceta roja, paseaba al sol, despacio, fumando, con las manos cruzadas sobre la espalda. En el hueco de la Puerta del Perdón, dos hombres amontonaban naranjas. Se acercó Quintín a la fuente, y un viejecillo le preguntó solícito:
—¿Quiere usted ver la Mezquita?
—No, señor—contestó Quintín amablemente.
—¿El Alcázar?
—Tampoco.
—¿La torre?
—Tampoco.
—Está bien, señorito. Perdone usted si he molestado.
—Nada de eso.
III
Al salir Quintín del Patio de los Naranjos, se encontró cerca del Triunfo con el francés del tren y su señora. El Sr. Matignon se apresuró a saludar a Quintín.
—¡Oh! ¡qué pueblo!, ¡qué pueblo!—exclamó—. ¡Oh!, amigo mío, ¡qué cosa tan extraordinaria!
—¿Pues qué le pasa a usted?
—Mil cosas.
—¿Buenas, o malas?
—De todo. Figúrese usted que ayer noche, al salir de casa y al entrar en el hotel, un hombre con un farol en la mano y una lanza corta comienza a perseguirme. Yo me metí en el hotel y cerré con llave mi cuarto, pero el hombre entró en el hotel, me consta, me consta.
Quintín se echó a reír, comprendiendo que el hombre del farol y de la lanza era un sereno.
—No le haga usted caso al hombre de la lanza—dijo Quintín.—Si le ve usted otra vez y comienza a seguirle, le dice usted con voz fuerte, mirándole a la cara: «Tengo la llave.» Es la palabra mágica. Inmediatamente que oiga esto el hombre se irá.
—¿Y por qué?
—¡Ah! Es un secreto.
—¡Qué extraño! Se le dice: «Tengo la llave», y se va.
—Sí.
PÍO DE BAROJA