Los Redentores De La Patria
Rufino BLANCO FOMBONA1
Crispín Luz, María su mujer y Juanita Pérez, medio amiga, medio sirvienta de ésta, habían ido a pasar unas semanas en el campo de Cantaura, propiedad de la familia Luz. Se trataba de ver si Crispín, víctima de la tuberculosis pulmonar, mejoraba en aquellas montañas.
Joaquín, el mayor de los Luz, era el gerente de la finca rural y había hospedado a su hermano en la casa vieja de la hacienda, distante quince o veinte minutos de la casa nueva, donde él habitaba con su esposa y sus hijos. Todos los días al amanecer, iba Joaquín a saludar a su hermano enfermo.
Una mañana se presentó Joaquín Luz a caballo, más temprano que de costumbre, vivaz, dando voces:
—¡María! ¡Crispín!
—¿Qué es? ¿Qué hay?
—Es necesario prepararse a partir inmediatamente.
—¿Partir? Pero, ¿por qué?
—La guerra acaba de estallar. El general Hache se alzó anoche en el Guárico.
—Pero nosotros, ¿por qué hemos de partir?—preguntó Crispín, extrañándose de la actitud y premura de su hermano.—¿Por qué hemos de partir cuando aquí todo está en calma, y lo estará aún por mucho tiempo?
—¡Crispín, por Dios! Tú no sabes lo que dices. Oye: acabo de recibir comunicación y órdenes terminantes del Comité revolucionario de Caracas. Mañana, al amanecer, me alzo yo aquí.
—¿Tú? ¿En Cantaura? Pero, ¿estás loco? ¿Y tu mujer? ¿Y tus hijos?
Y como Crispín estaba viendo los granos de café, rojos, maduros, cimbreando las matas, y la cosecha en vísperas, no se explicaba el absurdo abandono de la finca, y con su buen sentido en alarma, increpó a su hermano:
—¡Es un crimen, Joaquín! La cosecha, la finca, todo va a perderse. Es un crimen. Cuando pudiéramos ponernos a flote con la venta del café y un poco de economía . . . nos vamos a arruinar. ¡Qué locura!
—¿Y su familia, Joaquín?—preguntó María, en alarma.
—Hoy mismo sale para Caracas. Ustedes se alistarán para irse también volando. Yo debí alzarme esta mañana: son las órdenes. Pero imposible reunir la gente. Será a la noche o al amanecer. Prepárense, pues, a tomar el tren de la tarde.
Y torciendo su caballo, se perdió a la carrera entre los cafetales.
María empezó a empaquetar a toda prisa, aterrorizada, viendo por todas partes fusiles apuntados sobre su pecho y espadas prontas a tajar su cuello. Juanita Pérez chillaba. Crispín se enfurecía. ¡Tan bien que les iba a todos en Cantaura! ¡Qué lástima! ¡Condenada revolución! Y nadie había soplado una jota de guerra.
Joaquín les dejó, al partir, la proclama del jefe insurrecto, publicada en Caracas y circulando ya, de fijo, en todo el país; una proclama impresa, repartida con antelación al alzamiento, ampulosa, como buen documento subversivo, en donde se juraba derrotar la tiranía, salvar la patria y difundir, a bayoneta limpia, la felicidad. Allí se invitaba a los venezolanos, con toda la altisonancia de nuestro altisonante lenguaje político, a cumplir la tremenda obra de redención; a los venezolanos, sin diferencia de banderías, a los hombres de buena voluntad, sin exclusivismos partidarios. Redentores se apellidaban a sí mismos los rebeldes. Y la revolución se titulaba grotescamente la Revolución Redentora.
A la postre se convino en que ambas familias partirían al siguiente día, imposible como era el viaje con la premura que Joaquín deseaba.
Esa noche, apenas obscureció, fueron llegando y congregándose los redentores. Eran los pobres diablos de peones y campesinos comarcanos, improvisada carne de cañón, futuras víctimas, incapaces hasta de saber descifrar la proclama de guerra, aquel documento enrevesado que los entusiasmaba, sin embargo, aunque ignorando por qué. Iban presentándose con sigilo, uno a uno o en grupos, con precauciones de conspiradores de teatro, el arma debajo de la cobija o manta, y se instalaban en los corredores y contornos de la casa o en los patios de la Trilla. Los más cautelosos ocultábanse a dormir entre los árboles.
Apenas amaneció, estaban descuartizando varias yuntas de bueyes, y trescientos montañeses asaban en puyas de palo, al fuego vivo, trozos de carne. Los más precavidos se comían un pedazo y guardaban lo restante como bastimento en el morral y hasta en capoteras de lienzo blanco, ya morenas de puro sucias. Vestía la mayor parte calzón y blusa; en la cabeza sombrero de cogollo, de alas tendidas, y alpargatas en los pies. Otros iban de camisa, y no faltaban algunos de paletó. Los había fajados con cinturones dobles, en cuyo vano guardaban el dinero, si lo tenían; otros ceñían a la cintura una simple correa con un bolsillo de cuero. De la correa o del cinturón de cada quien pendía, en su vaina, un cuchillo de monte, más o menos largo, y ostentaba algunos en el cinto revólveres y puñales. Los más previsores se habían torcido un guaral, a manera de tahalí, a cuyo extremo colgaba una taparita con aguardiente o con café según la temperancia o preferencia de cada uno. A veces al extremo del bramante ceñido a la bandolera no colgaba una taparita de café o aguardiente, sino un cuerno de toro, hueco y ya preparado para servir de vaso.
Algunos, fogueados en antiguas guerras, se burlaban de los novicios, daban consejos o referían cuentos militares, cosas de guerra, y lucían viejos sables con talabartes de cuero flamante o adornados con vistosos tahalíes, ya de lana, ya de estambre. Las espadas eran curiosas, dignas de un museo, de tamaños, condiciones y orígenes diversos: desde las puntiagudas y angostas como aguijones o pinchos, hasta las de ancha hoja, llenas de majestad y ponderosas, capaces de competir con Durandal.
En punto a curiosidad en armas de guerreo no había que parar mientes: allí se hermanaban tercerolas de cañón doble, para cargar con cartuchos, y carabinas de un cañón, de las que se disponen con guáimaros, pólvora y taco. No escaseaban winchesteres, y los menos parecían los máuseres, restos salvados de antiguas rebeliones. Lo que sí portaban todos eran cobijas y machetes, abrigo y arma indispensables e inseparables del campesino de Venezuela.
Joaquín Luz se presentó por fin a caballo, seguido de ocho o diez jinetes más: el estado mayor, jinetes que ostentaban espadas y winchesteres de estreno. Era indisputablemente un bello espécimen de hombre Joaquín Luz: de apostura varonil, robustas espaldas, erguida cabeza y desenvoltura de ademanes.
A la simple vista se comprendía que aquel hombre, muy superior a aquella horda, tenía que ser el comandante. Vestía blusa de casimir azul marino, cuellierguida y abotonada. El pantalón era del mismo color y paño, y ceñía por fuera del pantalón, hasta la rodilla, polainas de charol usadas, con hebillas metálicas. Montaba un caballo brioso, crinudo, de color zaíno.
Las dos familias estaban ya en la casa de la hacienda liando los últimos paquetes para partir esa mañana misma. Acercóse Joaquín al grupo del corredor, sin desmontarse; echó hacia atrás el sombrero alón de terciopelo azafranado; se ladeó en la montura; dijo algo al oído de su mujer, que lloraba como una Dolorosa, fué besando a sus hijos, a quienes Juan, el criado, suspendía hasta los labios paternos; abrazó a Crispín, se despidió de María, de Juanita Pérez, de Juana la cocinera, de Juan, de todos; y súbito, abriendo su caballo hacia el patio, después de la última despedida, le dirigió la palabra a su gente, campechano, como buen camarada.
—Muchachos,—les dijo—supongo que todos irán contentos. Que ninguno vaya contra su voluntad. El que no quiera acompañarme que lo avise: es tiempo todavía.
Los más próximos al improvisado cabecilla respondieron:
—Sí queremos.
—Todos queremos.
Alguno hasta gritó:
—¡Viva nuestro jefe!
—¡Vivaaaa!—repuso el coro.
La esposa de Joaquín lloraba a lágrima viva. Los hijos, los mayorcitos, emocionados por el prestigio paterno, rompieron asimismo en sollozos.
Entusiasmado con los vivas y con la sumisión de su hueste, Joaquín, empinándose en los estribos, la arengó:
—Bien, compañeros. Partamos a la guerra. Nuestra causa lo exige. Nuestra patria lo necesita. Abandonemos nuestros hogares, hagamos el sacrificio de nuestras vidas para derrocar la tiranía e imponer la legalidad y la justicia. Las armas las tiene el enemigo. A quitárselas. ¡Viva la Revolución!
No se oyó sino un solo grito, sonoro, ardiente, entusiasta:
—¡Vivaaa!
El cabecilla había espoleado su caballo, y ya se perdía entre los árboles seguido de jinetes y peones. La esposa del insurrecto, abrazada con su primogénito, continuaba llorando.
—¡Pobre Joaquín!—suspiró.
—¡Pobre Venezuela!—subrayó Crispín.—Él no. Él es feliz. ¿No ven ustedes como lo sigue esa muchedumbre adonde la lleve: al bien, al mal, a la muerte? Parece un señor feudal.
A las dos horas poco más de haber partido Joaquín, oyóse de nuevo tumulto de tropa. Uno de los niños que salió al patio, dijo candorosamente:
—Debe de ser papá que se devuelve.
Pero no, no era papá que se devolvía. Era tropa de línea; eran fuerzas del gobierno acantonadas en Los Teques, que acababan de saber el alzamiento ocurrido en Cantaura y corrían a sofocar la insurrección.
—¡Vete, Juan, que te cogen!—gritó la vieja cocinera a su hijo, único ser con pantalones que, aparte Crispín, había quedado para transporte de la familia y vigilancia de la hacienda.
Corrió; pero no tan rápido que no lo vieran.
«PARTAMOS A LA GUERRA. . . . ¡VIVA LA REVOLUCIÓN!»
—Allá va uno desgaritado—observó un teniente.
—Párese, amigo—le gritaron.
Y como el prófugo no se detuvo, sonó una descarga: ¡poum, poum, poum!
Por fortuna, Juan corría como un gamo y logró emboscarse, rumbo al conuco suyo.
Los soldados lo persiguieron.
El comandante de la fuerza, entretanto, muy atento, muy respetuoso, tranquilizaba a la familia, presa de la más atroz angustia. No había por qué alarmarse. Él no era un verdugo. Pero recomendaba el viaje a Caracas lo antes posible. Los malhechores cundían en tiempo de guerra.
Juana, la cocinera, queriendo granjearse la voluntad del oficial, le obsequió con una taza de café que éste se puso a apurar con la mayor confianza.
Los soldados, de su cuenta, huroneando, entraban y salían por todas partes. Juanita Pérez ofrecía en sus mientes una promesa a Santa Rita, abogada de imposibles, si la sacaba con vida de aquel trance. Crispín maldecía la guerra. La esposa del cabecilla fingía serenidad. Los muchachos lloraban. El oficial, sorbo a sorbo, apuraba su café.
De repente, un traqueteo y una llamarada, a lo lejos, solicitaron la atención. Los soldados habían incendiado un rancho de paja contiguo a la Trilla.
A poco llegaron otros soldados, arrastrando un cuerpo. Era Juan, expirante, acribillado a tiros.
La pobre madre, la vieja cocinera, al ver a su hijo sanguinolento, exánime, rompió en alaridos.
—Eso no es nada, vieja—dijo un soldado.
Perdido el miedo, colérica, desesperada, desafiadora, la pobre anciana, mostrando el puño cerrado, épica en su dolor, rugió:
—¡Asesinos!
Otro soldado, dirigiéndose al moribundo, como si el moribundo estuviese para chanzas, dijo con sonrisa idiótica o malvada:
—Anda, buen mozo, aliéntate para que sirvas a la patria.
La vieja, al oírlo, gruñó desesperada:
—¡La patria! ¡Maldita sea!
Crispín, agitando su cuerpecito endeble, apostrofó a los militares, hecho una furia; pero el esfuerzo y la excitación lo hicieron caer en la poltrona, sudoroso, jadeante, descolorido.
La soldadesca partió, por fin, llevándose cada quien una gallina, un pantalón, una almohada, el cántaro del tinajero, los cazos de la cocina, cualquier cosa, lo que hubieron a mano.
Al pasar, sacudían brutalmente los arbustos de café. Los granos, olorosos, maduros, rojos, caían por tierra, perdiéndose, como inútil llovizna de redondos y encendidos corales.
1 From his novel "El Hombre de Hierro."